Tatuada por los ríos: presentación de la revista «Villahermosa» (primera parte)

31/03/2024 - 12:00 am

El siguiente texto fue leído por Mario Humberto Ruz, autor en Artes de México, en San Juan Bautista Villahermosa, para presentar la revista de próxima publicación, Villahermosa no. 137.

Ciudad de México, 31 de marzo (SinEmbargo).- Crecer junto a un río, sin duda, aguza los sentidos. El verde oscilante entre esmeralda y aceituna, color de la epidermis tabasqueña, se aprecia con mayor nitidez, incluso cuando, en las mañanas, lo envuelve la neblina, que trepa sigilosa para abrazar los troncos de las ceibas y los zapotes de agua.

Sobre ese verde vieron mis ojos infantiles a los chintos, habitantes de orillas de corrientes rebosadas de jacintos de agua (los “chintos”), surcar los senderos hollados en las márgenes, cruzar los ríos en frágiles puentes de madera, o cabalgarlos a lomo de cayucos, para dirigirse a las ciudades, y en especial a Villa, desafiando los tonos del paisaje con sus vestidos atiborrados de amarillos, rojos, verdes, fucsias, morados, azules, naranjas…¡Puros colores achintados! (no se había decretado por entonces que, para ser chontal legítimo, había que vestirse de blanco y con paliacate; ni era distintivo obligado de las mujeres ir con falda de tela estampada y con blusa con tira bordada en punto de lomillo. No habían llegado ni antropólogos, ni vendedores de turismo “tradicional y exótico”, a pontificar sobre “trajes étnicos” y monsergas semejantes).

Interiores de la revista-libro «Villahermosa» no. 137, Artes de México, 2023.

Sin desdeñar sus lunares coloridos, Tabasco se conjuga en verde de agua y azul de cielo, como bien nos recuerda este nuevo número de Artes de México sobre Villahermosa, al citar a Alicia Delaval:

“Llenándome los ojos de mi río
volví a beber el agua de mi infancia
y sacié en sus azules toda el ansia
que lleva siempre el corazón bravío”.

Un verde, nos recuerda Álvaro Ruiz Abreu, “íntimo, [que] no hace ruido, [que] carece de voz”, y sin embargo susurra nostalgias y memorias desde la mirada; caminando silenciosa sobre esas “sandalias de agua” de la ciudad-árbol que, junto a Mora, evoca Álvaro; a la vez que concita memorias también desde los olores, que sudan rayos de sol y goterones de la santísima agua, que se desliza en chipi-chipi o se vierte a jicarazos y hasta en ramalazos.

Corrientales que reanima Miguel Ángel Díaz en un “Canto del agua”, que por ratos fluye a torrentes en sus páginas, desbordando las cuatro lomitas donde se tendió en sus orígenes Villa Carmona, luego bautizada San Juan Bautista (buen patrono por sus vínculos con aguas bautismales), en una maraña de arroyos, como El Jícaro, y lagunas como las del Macayal, la Pólvora y Mayito, por cuyas márgenes paseaban los estudiantes, según narra Rafael Domínguez Gamas en sus Añoranzas del Instituto Juárez (Gamas, 2004). Cuerpos líquidos que, nos recuerda Miguel Ángel, quedarían en parte sepultados con rellenos de tierra, cemento y asfalto para albergar la colonia Municipal y la Avenida Paseo Tabasco. Hoy, pasean vehículos donde antes lo hacían los escolares. Tierras antes fertilizadas por el limo que arrastraban las escorrentías, fueron disputadas por agricultores y ganaderos, mientras que, con el paso del tiempo, el Moloch inmobiliario devoró el río el Espejo, azolvado por colonias residenciales, lo que le quitó una de sus arterias hídricas más importantes a la Laguna vecina, dejándola, sin duda, bastante desilusionada, pese a su nombre y a su título de Reserva Ecológica. Bien podría ella declamar allí, junto con el poeta del pueblo:

“A orillas de una laguna,
vide el sol, vide la luna,
y a mi amor que se paseaba
sin esperanza ninguna”
(Quevedo, 1980, p. 45).

Interiores de la revista-libro «Villahermosa» no. 137, Artes de México, 2023.

Los ríos de tierra y asfalto que cegaron tantos cauces y cuerpos de agua nos explican esos enjambres de cayucos que vemos en la revista que bogaban por la calle 27 de febrero en 1929, dispuestos a lucirse en las fotografías, como si fueran góndolas en el Gran Canal, de esa Villa-Venecia tropical, aunque en alguna otra foto lo que se aprecia al centro no es el puente Rialto, sino un flamante carro detenido por las aguas.

Cierto, las inundaciones no son exclusividad de Villa; basta asomarse a los grabados de Charnay para ver cómo lucía la calle principal de Comalcalco hacia 1880, jocosamente decorada por sus célebres niños fumadores. Yo recuerdo otras ocho décadas después, contemplándolas desde las altísimas banquetas que nos salvaban cuando llegaban los ramalazos de agua a recordarnos que Comalcalco era profusión de techos de teja sobre una isla, también rodeada de jacintos, entre los que había que bogar trepado en el cayuco, y darle al canalete hasta para ir a la escuela o al mercado, porque el Río Seco, abjurando de su nombre, fluía por temporadas con impetuosa vida y se negaba a morir. Se ponía necio y olvidaba que desde el siglo XVII mermaron su cauce, al hacer un “rompido” para desviar el Mezcalapa y así dificultar la entrada a los piratas, que bogaban sin mayor sobresalto hasta el mismísimo San Juan Bautista.

Tiempos fueron esos de cayucos, piraguas, fragatas, pingues, balandras o pinazas, orientándose con brújulas, telescopios, cuadrantes y astrolabios. Luego vinieron otras embarcaciones, como esas pequeñas goletas a menudo con vela, llamadas “campechanas”, que se surtían desde Frontera y Villa, y venían, allí por los años 30’s y 40’s del siglo pasado, a iluminar con sus lámparas de diésel las orillas de las rancherías y los poblados ribereños al Usumacinta. Atracaban más o menos cada mes, ofreciendo, “un poco de todo, como abarrotes”, y en particular cal para desollar el maíz, sal para sazonar los alimentos y manta barata, a .25 centavos el metro, para confeccionar pantalones y camisas sencillas para los hombres, y huipiles y enaguas para las mujeres (Ruz, 2010, pp. 289-290, 303). Con nostalgia las rememoran los ancianos de Ribera del Carmen, a la que en tiempos de Garrido le cambiaron el nombre por el nada católico “Ranchería Pino Suárez 2ª Sección”.

Pero no sólo agua ha corrido por las calles de Villa. Ya desde la década entre 1679 y 1688, rememoraba el corsario inglés William Dampier: “Villa de Mosa [sic] es un pequeño pueblo que se levanta a estribor del río, cuatro leguas más allá del parapeto. Está habitado principalmente por indios y por algunos españoles, hay una iglesia en el centro, y en el extremo oeste hay un fuerte que domina todo el río”. Pese a su modestia, el asentamiento sabía de un intenso tráfico, desproporcionado para su tamaño, pues, continúa el corsario, “Hasta allí llegan barcos para traer bienes, especialmente géneros europeos […] Llegan aquí en noviembre o diciembre y se quedan hasta junio o julio vendiendo sus productos, y luego cargan principalmente cacao y algunos productos del bosque. […] Lo que hace que esta ciudad sea la más importante de todas estas partes, exceptuando Campeche…” (Dampier, 1987, pp. 265 ss).

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